miércoles, 26 de enero de 2011

Nacionalizando las pérdidas

Juan Carlos Escudier (Público)

Tema: Economía

Visto en perspectiva y después de echar las cuentas, si hace tres años nos hubieran dado a elegir entre cargar con un sistema financiero ruinoso o con el que tenemos, de cuya acrisolada solvencia hemos presumido ante el mundo, no está claro que la bancarrota fuera una opción tan terrible como se pensaba. Recapitulando, si a los 20.000 millones de euros del Fondo para la Adquisición de Activos Financieros que pusimos de entrada para comprar sus papelitos triple A y dar liquidez a las entidades sumamos los 4.000 millones que debió llevarse el agujero de la Caja de Castilla-La Mancha, y si a eso añadimos los 11.000 millones del Fondo de Reestructuración Bancaria (FROB) y los 20.000 que se prevén para recapitalizar cajas y bancos, el resultado es que habremos destinado a la causa 55.000 millones (más de nueve billones de pesetas) sin despeinarnos. Si no llegan a ser solventes tenemos que empeñar los calzoncillos.

La tarea del no menos solvente supervisor bancario es para enmarcar. No es únicamente que las fusiones frías que autorizó sólo se hayan mostrado útiles para que ningún consejero quedara en el paro, sino que ninguna de las grandes operaciones de concentración auspiciadas por el Banco de España cumpliría con los nuevos requisitos de capital que se exigirán en septiembre, especialmente y por su tamaño la de Cajamadrid y Bancaja.

El plan para nacionalizar por la puerta de servicio a las entidades que no logren recapitalizarse antes de la fecha indicada es para echarse a temblar. Reconvertidas en bancos y con el Estado al frente de su gestión, lo probable es que precisen de más saneamientos, dada la inveterada costumbre que tiene el sector de mentir en sus balances. En resumen, que los contribuyentes tendremos que volver a apoquinar a escote para que, limpios y esplendorosos, los nuevos bancos regresen al sector privado a precios de amigo.

Hubo quienes, al principio de la crisis, propusieron transformar las cajas de ahorro en una verdadera banca pública para mantener el flujo de crédito a empresas y familias en vez de especular con el dinero gratis del BCE. Aquella idea debió resultar muy bolchevique al socialismo de diseño y nadie la tomó en consideración. Hoy se retoma desde esa óptica tan liberal de nacionalizar las pérdidas y privatizar los beneficios.

¡Indígnense!

Augusto Klappenbach (Público)

Tema: Política
En Francia acaba de suceder un curioso fenómeno. Stéphane Hessel, de 93 años, un viejo miembro de la resistencia francesa contra los nazis que luego fue designado embajador y participó en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, acaba de publicar un librito de 32 páginas titulado Indignez-vous! En él invita a los jóvenes a indignarse ante el estado actual del mundo y a rebelarse pacíficamente contra una civilización sometida al poder de los mercados financieros en la que aumentan cada vez más las desigualdades mientras se cometen terribles injusticias contra el pueblo palestino y los inmigrantes, entre otras cosas.

Hasta aquí, nada extraño ni demasiado novedoso. Lo excepcional del caso consiste en que un autor casi desconocido, que publica este opúsculo en una pequeña editorial, haya vendido ya casi un millón de ejemplares, vaya a traducirse a una veintena de lenguas y figure entre los libros más solicitados de Francia. Acabo de leerlo. Se trata de un libro honesto, que dice unas cuantas verdades sobre el estado de nuestro mundo y envía un mensaje desde una vida que está a punto de acabar, según sus propias palabras, a los jóvenes que todavía pueden transformar la realidad. Pero he de confesar que el libro no me ha parecido excepcional ni en su forma literaria ni en su contenido. No hay en él nada nuevo y ni siquiera transmite una pasión extraordinaria; su lenguaje es sobrio, su estructura un tanto desordenada y sus propuestas muy genéricas. Precisamente en este carácter normal y corriente del libro radica su excepcionalidad. Lo significativo del caso consiste en que, sin necesidad de alzar la voz ni utilizar recursos retóricos enfáticos, Hessel logra convocar a cientos de miles de lectores en poco tiempo y hacerse oír fuera de Francia.

Esta crisis que vivimos tiene muchos efectos destructivos: quienes han perdido su trabajo o su casa tienen derecho a no ver en ella ninguna señal de esperanza. Pero esa misma negatividad está generando en mucha gente una indignación que en circunstancias normales no llega a expresarse. ¿Por qué razón debemos ceder el poder sobre nuestras vidas a anónimos mercados financieros, por definición improductivos, que tienen la capacidad de decidir el destino de aquello que hemos producido con nuestro trabajo? Cuando comenzó la crisis muchos pensamos que se pondrían en cuestión los dogmas neoliberales que orientaron la política económica de los últimos años. Pero sucedió exactamente lo contrario. El modesto Estado del bienestar que habíamos conseguido en Europa se está desmantelando paso a paso y los mismos mercados que originaron la crisis se erigen ahora en temibles jueces ante los cuales deben inclinarse los estados para demostrar su inocencia y recuperar su confianza. ¿Qué queda de aquellos sueños democráticos en los cuales se suponía que era el voto de los ciudadanos el que debía decidir la orientación de la política, incluyendo la política económica?

Creo que ha aumentado significativamente el número de personas que se niega a considerar que el capitalismo encarna una ley inmutable de la naturaleza; que considera irracional que el producto del trabajo productivo vaya a parar a las manos de especuladores con capacidad de decidir su destino; que gane más un patético personaje televisivo que un médico de urgencias; que menos de la cuarta parte de la población mundial coma tres veces al día, tenga agua corriente, luz eléctrica, atención médica y educación; y que la distancia entre quienes hacen la historia y quienes la padecen no deje de crecer. Y todo ello en una época en que, por primera vez en la historia, existe un desarrollo productivo que haría posible superar estas desigualdades. Probablemente quienes se plantean estas cuestiones y conservan su capacidad de indignación sean los compradores del librito de Hessel.

Paradójicamente, el movimiento Tea Party que se desarrolló en Estados Unidos como respuesta a las tímidas reformas de Obama puede proporcionar un modelo interesante para canalizar este estado de ánimo, a condición, por supuesto, de invertir sus contenidos. ¿Sería posible la creación de un movimiento internacional que convoque a quienes comparten la indignación a la que invita Hessel, aprovechando lo que hay de aprovechable en esta confusa globalización, como la posibilidad instantánea de comunicación a través de todo el mundo? Adivino una objeción: es necesario proponer un modelo alternativo antes de indignarse por la situación actual. Objeción que ha formulado así el primer ministro francés a propósito del libro de Hessel: “La indignación por la indignación no es una manera de pensar”. Se trata de un viejo modo de neutralizar cualquier crítica: antes de poner en cuestión un estado de cosas es necesario tener preparadas las respuestas a todos los problemas que la sustitución del estado actual traerá consigo.

Pero la historia no funciona así: los cambios históricos importantes siempre han comenzado por una creciente insatisfacción por la situación presente que va dando lugar a nuevas formas de vida, incluyendo parciales retrocesos y fracasos. Ya que de Francia hablamos, si los protagonistas de la Revolución Francesa hubieran postergado la toma de la Bastilla hasta tener preparado un exhaustivo programa de la República naciente se hubieran quizás evitado muchos males, como la época del terror, pero probablemente Francia seguiría en el Ancien régime. En resumen, creo que hay que considerar el fenómeno Hessel más como un síntoma que como una propuesta: hay algo que va mal en la dirección que está siguiendo la política mundial, que se sigue alejando de la voluntad de la gente para responder a intereses ajenos a sus necesidades. Y la indignación a que nos invita el libro es un primer paso, insuficiente pero necesario.

Augusto Klappenbach es filósofo

No será la última matanza

Luis Matías López (Público)

Tema: Rusia

Dando por supuesto que el ataque suicida del lunes fue obra de independentistas del Cáucaso Norte, se puede rastrear su origen hasta las dos guerras de Chechenia, cerradas en falso. Yeltsin perdió de forma vergonzante la primera (1994-1996). Putin ganó a duras penas la segunda, iniciada en 1999 y que le propulsó al Kremlin, y dejó el Gobierno y la represión en manos del siniestro Ramzán Kadírov. La guerrilla, debilitada, no puede lanzar operaciones de gran calado, pero sí ataques terroristas incluso en el corazón de Rusia.

Yeltsin llegó a aceptar en la práctica la independencia de Chechenia, pero en la mente de Putin no cabe tal sacrilegio, y menos cuando el virus secesionista infecta toda la región. El primer ministro se mira en el espejo de forjadores del imperio como Iván el Terrible, Pedro el Grande y Stalin, pero los chechenos y otros pueblos del Cáucaso no se sienten rusos. Irreductibles, sus rebeliones suceden siempre a etapas de sometimiento. Su lucha es hoy la misma del XIX y, aunque con componente islamista, en lo esencial es autóctona y no se inserta en la yihad global de Al Qaeda.

El conflicto del Cáucaso exige amplitud de miras y una imaginativa solución política que el actual liderazgo ruso no se plantea. Así que algo es seguro: la de Domodédovo no será la última matanza.

Cuando los rebeldes emplearon otros métodos, como tomar rehenes en un teatro de Moscú (2002) y una escuela de Osetia del Norte (2004), Putin ordenó asaltos que causaron centenares de muertos. Eso ayuda a entender el recurso a operaciones menos complejas y de fuerte impacto mediático, como detonar bombas en aviones, trenes o el metro.

El efecto contagio puede replicar atentados similares en otros países, ya que la seguridad no se centra en el acceso a los aeropuertos, sino en el paso a las zonas de embarque. El ataque puede exacerbar además el creciente racismo contra los no eslavos, que ya en diciembre causó graves incidentes en Moscú.

Ante las presidenciales de 2012, la escalada terrorista favorece a Putin, partidario de “perseguir a los terroristas hasta el retrete”, frente a Medvédev, que sólo tiene el Kremlin en usufructo y en el que Occidente quiere ver la cara liberal del régimen. Uno encarna la Rusia eterna; el otro, quizá, la esperanza en una mejor. El primero lleva clara ventaja.