lunes, 15 de noviembre de 2010

Haití sigue temblando

Fernando García (La Vanguardia)

Tema: Haití

Diez meses después del terremoto que dejó 220.000 muertos y devastó el país, Haití sigue sin levantar cabeza. Un millón de personas viven bajo lonas en 1.200 campamentos. En Puerto Príncipe apenas se observan obras y signos de recuperación. Los planes para garantizar la subsistencia no despegan, y la mayor parte de la ayuda internacional no llega. Sólo el trabajo de algunas oenegés o entidades como la Fundación La Caixa se refleja en mejoras.

Un joven semidesnudo golpea con un mazo enorme los restos de la que hasta el 12 de enero del 2010 fue su casa familiar. El muchacho lleva semanas dando martillazos. No tiene otra cosa que hacer. “Busco mi espacio”, dice para explicar su propósito de convertir las ruinas en solar y allí mismo, cuando tenga dinero o alguien acuda en su ayuda, construir un nuevo hogar. Lo que ya no podrá recuperar es su vida. Su familia.

Glyvens Germain acaba de cumplir 18 años y se ha quedado solo en este mundo. Su madre, su padre, sus seis hermanos –tres niñas y tres varones– y dos primas que vivían con ellos murieron aplastados a su lado. Estaban todos ante el televisor. Veían el culebrón mexicano Marina, cuando llegó “el ka-boom”. La vida y la luz se apagaron en un instante alrededor de Glyvens. Él se salvó al quedar dentro de un hueco entre los bloques de hormigón derrumbados.

“No veía nada. Temblaba mucho”, recuerda. Sólo tenía una cosa en la cabeza: “La muerte”. Tres horas tardó en salir del agujero con ayuda de otros supervivientes de Fort National, su barrio en las montañas del centro de Puerto Príncipe. Las esquirlas y los cascotes le habían machacado y abierto el cuerpo. Una cicatriz de 15 centímetros entre la boca del estómago y el vientre, otra en el cuello y varias excoriaciones cerca de la nuca dan fe de las heridas corporales. La mirada y la voz certifican la lesión en el alma.

Glyvens jugaba al fútbol en un equipo juvenil que ya no existe. La escuela en la que cursaba octavo tampoco funciona. Él quisiera volver a los estudios cuanto antes. Piensa hacerse fontanero. Pero por ahora todo eso le queda lejos. Vive en una tienda de lona en uno de los 1.200 campamentos creados o montados espontáneamente para alojar al millón largo de haitianos que perdieron sus viviendas. Sus días transcurren entre los mazazos, las idas y venidas para buscarse la vida y las noches bajo la lona.

Puerto Príncipe está, diez meses después, prácticamente igual que en los días siguientes al terremoto. Casi igual, aunque con algunos cientos de muertos añadidos por el cólera.

Hay algunos escombros menos, pero las máquinas de derribo y excavación siguen siendo rara avis. No se oye ruido de obras. En cinco días dando vueltas por la capital, los indicios de reconstrucción se reducen a un par de brigadillas de obreros reparando tapias o fachadas, un solar con los cimientos de un futuro edificio ya fijados al suelo y una solitaria apisonadora rodando por la céntrica calle Delmas. Los únicos que trabajan sin descanso en la limpieza de las ruinas son los desesperados buscadores de lo que sea. Esos obreros sí que se ven por todas partes.

De noche, las zonas más pobres de la ciudad más pobre de América mantienen el aire de infierno mal iluminado que adquirieron después del seísmo. Las callejuelas adyacentes a la arteria de la Grand Rue son feudo de las ratas, visibles sólo porque hoy luce la luna llena y porque los vecinos han empezado a prender las fogatas con que merman la basura interminable y fragmentan la oscuridad. Parece irreal y excesivo, pero de vez en cuando un murciélago sobrevuela el territorio.

Una de las sombras que pueblan la calle pertenece a Gerald Exantis, 40 años, casado y con cuatro hijos, “todos vivos gracias a Dios”, señala, y ahora con su madre en un campamento cercano. Dice que lo único que perdieron fue la casa, pero la cafetería de la que vivían no está destruida del todo; él duerme allí para que no se la quiten. Ni Gerald ni nadie a quien él conozca ha recibido ayuda alguna, confirma.

Los campamentos de refugio son más variados de lo que puede imaginarse. Los hay que carecen de agua, luz y saneamientos: un marco perfecto para los conflictos, la enfermedad y más muerte todavía. Otros han alcanzado encomiables cotas de organización y dignidad colectivas. Y algunos pocos, como el del antiguo campo de fútbol del barrio pijo de Petion Ville, cuentan con escenario y hasta pinchadiscos para hacer más llevaderas las veladas.

Pero hay un campamento que desde el principio llamó la atención de todos. Lo habían montado a lo largo de 600 metros de mediana de una carretera nacional, la que une Puerto Príncipe con el sur del país, en el barrio de Carrefour. ¡En medio de la calzada! Se podía pensar que aquella era una solución de urgencia para unos días. Sólo así podía entenderse que cientos de personas se hubieran puesto a dormir en la línea de separación de carriles de una vía principal; con unas piedras a ambos lados de la hilera de casitas, como si eso fuera a protegerlas ni siquiera de una motocicleta.

¿Cómo conciliar el sueño? ¿Cómo moverse para entrar y salir de las tiendas, con camiones y coches pasando a toda velocidad a sólo unos centímetros? Imposible imaginar una vida más peligrosa. Pues bien: este otoño allí seguía el campamento suicida.

Más de medio año ha transcurrido desde el día en que la ONU y las potencias mundiales, reunidas en la conferencia de donantes del 31 de marzo en Nueva York, proclamaran el hito de un esfuerzo solidario “sin precedentes”, según lo expresó Ban Ki Mun. “Ha sido una jornada muy buena para Haití… Tranquilos, hemos aprendido de pasadas lecciones y esta vez se controlará todo y se expondrá en la web”, dijo Hillary Clinton.

En aquella fecha, representantes de 138 países, más el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) se comprometieron a donar 9.900 millones de dólares para la reconstrucción de Haití a lo largo de un decenio. Más de la mitad del dinero debía desembolsarse en los dos primeros años, bajo la gestión de una comisión provisional pilotada por el ex presidente estadounidense Bill Clinton y el primer ministro haitiano, Jean-Max Bellerive.

Pero llegó el mes de octubre y hasta ese momento la cantidad volcada sobre la isla no alcanzaba ni siquiera el 20% de la correspondiente al 2010, según la estimación de las Naciones Unidas. Un cálculo incluso optimista si se contrasta con la realidad sobre el terreno y con la opinión de expertos y gestores de ayuda internacional que, por cierto, ya dan por sentado que la comunidad internacional no llegará nunca a dar lo que prometió.

No faltan los argumentos y los intentos de justificación para explicar la inconsistencia de la respuesta internacional ante la tragedia. Nadie dijo que la reparación pudiera resultar rápida ni fácil a la vista del efecto ocasionado por aquellos 35 segundos de apocalipsis, a saber: en la parte humana, al menos 220.000 muertos, 300.000 heridos y 2,3 millones de desplazados en un país que no alcanza los nueve millones de habitantes; en lo material, unas pérdidas equivalentes al 120% del PIB nacional, que se llevaron por delante gran parte del ya maltrecho parque de viviendas y acabaron de reventar las deficientes infraestructuras.

Además, muchos miembros del frágil Gobierno y no pocos cuadros de la función pública desaparecieron a la par que sus sedes ministeriales y administrativas, lo mismo que las estructuras del tejido económico y empresarial del país. La administración del dinero para la reconstrucción tenía que acordarse con las instituciones locales, pero estas se hallan en una especie de stand by a la espera de las elecciones del 28 de noviembre.

El trabajo y los costes para revertir o al menos paliar el desastre son inconmensurables, claro. Pero las grandes promesas internacionales no acaban de llegar a la desesperada población isleña. Existen proyectos industriales y productivos con cuantiosos capitales de por medio, incluidas zonas francas que pueden dar trabajo –está por ver en qué condiciones– a decenas de miles de haitianos. No faltan perspectivas de negocio para compañías grandes y pequeñas en torno a un futuro Haití promisorio. Pero hasta el momento persisten las dudas sobre los grandes planes de la comisión Clinton. Hay otras ayudas menos ambiciosas que, aunque parciales e inconexas, resultan más efectivas por ahora. En ellas reside hoy por hoy la esperanza.

Si se toma Haití como un laboratorio de la ética internacional, el resultado que se muestra es un tubo de ensayo lleno de humo con una pequeña cantidad de sustancia noble en el fondo. Algunas oenegés ya veteranas están sacando los colores a los gobiernos del mundo con su trabajo en este lugar, es verdad que en muchos casos en colaboración con órganos estatales. Tanto en las horas siguientes a la hecatombe como al emerger la epidemia de cólera el mes pasado, la Agencia de Cooperación Internacional, adscrita al Ministerio de Exteriores español, reaccionó sin titubeos y acudió en seguida con su pequeña aportación de recursos materiales y humanos.

Entre las organizaciones ajenas a los gobiernos, un equipo de Cruz Roja Española (CRE) está demostrando cómo se hace para, en la medida de lo posible, resucitar una población derruida. Su campo de acción es la comunidad de Leogane, donde se localizó el epicentro del terremoto. Allí, la sacudida destruyó el 80% de las viviendas. Y aunque la mayoría de sus 200.000 habitantes sobrevivieron, muchos de ellos murieron oficialmente al desaparecer bajo las ruinas los padrones municipales. Así que lo primero que tuvo que hacer Cruz Roja fue volver a censar a los supervivientes mediante miles de encuestas puerta a puerta, a la hora de llevar a cabo su plan de viviendas progresivas en la región, uno de los tres proyectos que la Fundación La Caixa financia en Haití –los otros dos son con Médicos sin Fronteras e Intermón Oxfam–.

El censo era la cuenta nueva después del borrón, sólo que en vez de una pizarra lo que había allí era un pueblo. La operación no resultó sencilla al principio. Los lugareños sabían que de sus datos en el nuevo registro dependería su derecho a una nueva casa. Algunos jugaron a la suplantación de víctimas para hacerse con una vivienda nueva, o bien al préstamo de parientes o amigos a fin de conseguir dos cuando sólo les tocaba una. En las primeras adjudicaciones hubo que rechazar al 15% de los candidatos por haber mentido, según explica el jefe del equipo, Pablo Giménez.

Los engaños se frenaron de dos maneras: con una verificación de datos a cargo de colaboradores haitianos de Cruz Roja y mediante la implicación en las edificaciones de los propios beneficiarios, a quienes, para empezar, se les proporciona un kit de desescombro.

Las viviendas, de 18 metros cuadrados, constan de una estructura de acero galvanizado a prueba de temblores. Los módulos se revisten de entrada con lonas muy resistentes y, a medida que se dispone de otros materiales, con bloques de hormigón y madera. Las letrinas son comunales. CRE lleva construidos unos 400 de los más de 5.000 alojamientos de este tipo que prevé edificar, a los que en unos seis años añadirá 17 escuelas. A ello se suman miles de actuaciones de saneamiento y distribución de agua potable. Con todo, la aportación es microscópica en relación con las necesidades del país. Pero que les pregunten a los de Leogan lo que significa para ellos. Es la posibilidad de “volver a empezar”, como el economista haitiano y colaborador de CRE Adam Yayá defiende que Haití debe hacer: “Con otros enfoques y otra concepción; con gente nueva”. Se trata, dice, de “convertir la desgracia en oportunidad”.

Médicos sin Fronteras (MSF) de España es otra de las organizaciones más activas en Haití. Uno de sus proyectos estrella es la recuperación del hospital Saint Michel en la castigadísima ciudad de Jacmel. El centro da servicio a medio millón de habitantes del sudeste del país, por lo que su puesta al día es crucial en la lucha contra la muerte y las enfermedades. Pero tan importante como la asistencia médica pura y dura que MSF presta ahí y en todo el país es ahora la atención a la salud mental de las víctimas que quedaron en la calle.

El terremoto rompió a muchos haitianos por dentro. Y la desesperación ante la persistencia de las penurias causa estragos. Tensión y estrés, violencia, conflictos familiares, fobias, depresión, ansiedad, impotencia. Locura. “El ambiente que se está creando en campos como el de Tapis Rouge (en el barrio de Carrefour Feuilles), es muy peliagudo”, afirma el coordinador de MSF España en Haití, Francisco Otero. En el campamento al que se refiere viven 14.000 personas. Sin agua corriente, sin luz y sin expectativas. “Cada día hay más peleas, y la promiscuidad es enorme. Crecen los casos de niñas que se embarazan a los 13 o 14 años, a veces antes”, añade. Como también proliferan las violaciones dentro de ese y otros campamentos. Y, aunque se trate de un mal menor, los partos prematuros. A causa del estrés, gran parte de los niños concebidos en fechas próximas al terremoto nacieron a los siete meses. Hasta en eso incidió la onda expansiva del seísmo.

Un psicólogo local de la misión, Wilny Loussaint, hace inventario de algunos de los desajustes psíquicos o de comportamiento observados entre los más de 70.000 supervivientes a los que MSF ha atendido de estos males. Recuerda Loussaint las pesadillas de la chica que discutía por teléfono con su novio cuando el temblor cortó la línea y la vida del muchacho; el pesar del hijo que rompió con su padre tras culparle de la muerte de su madre y ahora se culpa él mismo de todo; la obsesión de la señora que ya nunca más ha podido pulsar un interruptor porque eso es lo que iba a hacer cuando todo se vino abajo. O los episodios depresivos de Jocelyne Menard, ex maestra y colaboradora de MSF, que no puede ponerse el perfume y el desodorante que utilizaba antes del terremoto porque le queman la piel.

Haití sigue precisando cuidados intensivos y ayuda de emergencia; mucha más de la que recibe. Pero también medios para asegurar la subsistencia. Redes, además de peces; pan y trabajo. Intermón Oxfam lidera un plan de apoyo a los pequeños productores de arroz de la vasta región de Artibonite, uno de los principales destinos de los desplazados a raíz de la catástrofe. Para colmo de males, fue precisamente allí, en la ribera del río del mismo nombre, donde a mediados de octubre el cólera materializó el extendido augurio de alguna de esas epidemias que a menudo rematan el padecimiento de los más infortunados.

El proyecto de Intermón en Artibonite beneficia a 1.700 familias sin apenas ingresos, y, según sus promotores, puede favorecer de modo indirecto a 300.000 personas dependientes de ese cultivo en el valle. Pero los agricultores se las ven y las desean para competir con el arroz fuertemente subsidiado de EE.UU., que además mantiene medidas proteccionistas frente a las mercancías de Haití, según denuncia Oxfam. Escasa producción y debilidad ante los abusos en el comercio internacional: dos de los mayores desafíos que el país devastado afronta en el largo plazo.

Los haitianos continúan temblando a la espera del maná de las donaciones récord prometidas por los superpoderes de la comunidad internacional. Menos mal que, mientras tanto, hay quienes les ayudan a curar sus heridas, a levantar nuevas viviendas y a ganarse el pan de cada día. Pero no dan abasto ni de lejos. Al cierre de la edición de este reportaje, un ciclón tropical amenazaba con añadir aún más leña al fuego del infierno en que se ha convertido este país.

Glyvens Germain, el joven del mazo, sigue a solas con sus martillazos a la desgracia.
Un chico observa el panorama de ruinas, mientras dos vendedores recogen una parada de fruta en la calle antes de que estalle una tormenta en el centro de Puerto Príncipe
Multitud de hombres trabajan en las ruinas del demolido edificio del Ministerio de Hacienda para recoger el hierro y otros materiales que puedan vender
Los peatones pasan por la calle y los vendedores montan sus paradas delante de los edificios en escombros en una calle del centro de Puerto Príncipe
El llamado Aviation Camp, un campamento de refugiados de la capital del país en que las tiendas se montaron aprovechando varios aviones abandonados
Un partido de la liga infantil de fútbol se disputa en una pequeña explanada del barrio de Fort National, en una colina del centro de Puerto Príncipe, que fue uno de los más afectados por el terremoto
Una mujer lava ropa en las aguas de alcantarilla en el centro de Puerto Príncipe, una zona donde antes se levantaban muchos edificios de negocios y ahora prácticamente sólo hay escombros
Dos niños juegan a hacer pompas de jabón en uno de los campamentos
Una estudiante hace sus deberes frente a su tienda en un campamento para refugiados de Puerto Príncipe
Un campesino esparce arroz para que se seque tras la cosecha en los campos de Artibonite, en un proyecto que ampara Intermón Oxfam

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